Podemos odiar a los demás desde la intimidad de nuestras ideas. Somos dueños de nuestros pensamientos y de nuestros silencios. Tenemos derecho a no declarar contra nosotros mismos y a acogernos a la Quinta Enmienda. Unos pensamos en palabras y otros en imágenes, al parecer. Pero todos nos refugiamos en ese hardware que es nuestro cerebro para criticar al jefe, matar dolorosamente a ese vecino que no paga las derramas, o desear a la mujer del prójimo. Mientras no lleves a efecto tus intenciones homicidas o violentas, estás protegido por la confidencialidad de tu mente. Y eso es muy poderoso. El pensamiento es tan potente que guía revoluciones, planifica opas hostiles, inventa realidades como los estados y las leyes, y desestabiliza la paz social. Hemos sido programados por las religiones para no tener pensamientos impuros, para capar nuestra imaginación no fuera a ser que la línea entre intención y acto fuera tan fina que nos la saltáramos en un Amén-Jesús.
Qué gobernante no querría saber que es lo que se les pasa por la cabeza a sus ciudadanos, cuánto nos ahorraríamos en los presupuestos del estado si supiéramos las verdaderas motivaciones de las gentes en tiempo real, y cuantas peleas de pareja se acabarían si cuando él dice no pensar en nada efectivamente se pudiera comprobar que tiene conectado el hilo musical. Gente interesante a base de ser silenciosa quedaría desenmascarada y la policía, al fin, tendría su precrimen. El paraíso panoptical.
Frente a todos, nuestros pensamientos son el descanso del guerrero, nuestro único patrimonio personal. Somos lo que pasa en nuestras cabezas, lo consciente, lo inconsciente, nuestro yo y nuestro superyo. Por eso dos noticias recientes me han sumido en el desasosiego. La primera la llevaba rumiando desde que Elon Musk decidió fundar una empresa de desarrollo de dispositivos cerebro máquina. Ya tuve un sobresalto cuando se cargó a una docena de monos a los que se los había implantado y, aun así, pedía voluntarios humanos que parece haber encontrado. A través de su cuenta en Twitter (me resisto a llamarlo X) anunció haber trasplantado unos de sus dispositivos en un humano, sin dar más detalles técnicos que el de la supervivencia del sujeto. No sabemos con seguridad si el trasplantado tiene alguna enfermedad relacionada con la motricidad, pero lo que nos ha prometido Musk es que podremos teclear con nuestra mente en nuestro teléfono móvil. Cualquiera que haya observado como ha gestionado la red social este último año no dudará en qué pasara con su identidad, ideas y secretos si los pone en manos de un oligofrénico que ha dejado la medicación.
La otra noticia que me ha sobresaltado han sido las declaraciones de la directora de la Agencia de Protección de Datos a este periódico. Mar España, llevada por la legítima misión de proteger a los menores de los males que les acechan tras las pantallas, afirma que “la agencia va a colaborar en la elaboración del proyecto de ley de protección integral del menor en internet con la inclusión de los llamados neuroderechos. Según los expertos, los jóvenes tienen una mayor vulnerabilidad respecto al impacto de la tecnología en su neurodesarrollo al tener su cerebro en formación”. Paremos un momento aquí, porque tanta buena voluntad equivocada en su objetivo y definición, necesita aclaración. Los neuroderechos (a la identidad, al libre albedrío, a la privacidad mental, al acceso equitativo y protección contra los sesgos) se diseñan a partir de las neurotecnologías y sus más que evidentes peligros.
Según el informe emitido por la Oficina de Ciencia y Tecnología del Congreso de los Diputados, Avances en neurociencia: aplicaciones e implicaciones éticas, las neurotecnología “permiten una conexión directa entre un dispositivo y el sistema nervioso (central y periférico) para registrar o modificar la actividad nerviosa. Combinan la neurociencia con otros avances en inteligencia artificial, robótica, o realidad virtual, para modular o medir diversos aspectos de la actividad cerebral incluyendo la conciencia y el pensamiento” ¿Está dando por sentado el supervisor de datos español que los niños se van a conectar un periférico en la cabeza para entrar en TikTok, el metaverso (sea eso lo que sea) o para pegar tiros en un videojuego con el poder de su mente, y que, luego, les vamos a proteger? Prefiero pensar que la directora de la Agencia está más bien del lado de los que creemos que los cerebros se configuran en atención a lo que les ocurre en sus años de formación y que hemos de estar del lado de los seudocientíficos para asegurarnos de que su cableado sea el saludable, no del bando de los que creen que las tecnologías cerebro-máquina tienen que ser un bien de consumo como los móviles inteligentes.
Porque renunciar al control de nuestros pensamientos me parece atroz. Si creemos que quien accede a nuestro cerebro y recaba nuestros datos neuronales no los va a usar mal ha habitado en una dimensión distinta en los últimos 20 años, vive entontecido en el paradigma de las puertas y los campos, o, lo que es peor, tiene un interés económico en hacernos comulgar con ruedas de molino. Es una necedad dejarse convencer para un uso recreativo, doméstico o personal basándose en los usos benévolos o beneficiosos de una tecnología. Como los implantes cerebrales pueden hacer andar a un tetrapléjico vamos a colocárselos a todo el mundo para que juegue al Fornite, cambie los canales de la tele con la mente o conteste los correos electrónicos con el pensamiento. Si no nos mata el cambio climático nos matará la comodidad. Wall-e no es una película, es una premonición.
Por eso entristece que un supervisor de datos o la UE en su conjunto den la batalla por perdida y se pongan a la gestión burocrática de los cadáveres. Toda la comunidad científica está trabajando en el desarrollo de esos neuroderechos mencionados en la asunción de que vamos a recabar esos datos, de que cualquier resistencia al avance de la ciencia, aunque nadie haya pedido que ese paso de gigante se aplique a mi tostadora, es imparable y que cualquier resistencia no solo es fútil sino un error garrafal. Neuroderechos que en una internet plurijurisdiccional, con limitaciones de medios económicos, personales y de conocimiento técnico, no será posible garantizar. Como ya pasa. ¿O es que algún supervisor de datos europeo va a ser capaz de irse a China y sancionar a la empresa de videojuegos más grande del mundo por recabar los pensamientos de nuestros ciudadanos y usarlos contra ellos?
Ya sabemos cuál es el coste de este pensamiento erróneo. Tengamos la valentía de la Corte Suprema de Chile. No hay necesidad de unos neuroderechos universales si controlamos la fabricación, venta y distribución de los dispositivos cerebro-máquina y los regulamos como dispositivos médicos. Usemos la tecnología en aquellos entornos en los que son beneficiosos para el ser humano y prohibamos su uso en aquellos que sabemos que no lo van a ser y que somos incapaces de controlar. Porque no hay dato mejor protegido que el que no se recoge y porque quiero seguir matando gente en la privacidad de mi pensamiento.
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